Firma invitada:
PATXI LAZARO- Intérprete jurado de alemán
Groucho Marx cuenta en sus memorias cómo, cuando niño, su madre le mandaba a comprar el pan para la comida. Era una familia numerosa de judíos neoyorquinos, por lo que habitualmente se necesitaba una considerable cantidad de pan. Entonces el joven Groucho vio su primera oportunidad de negocio: compraba pan del día anterior a mitad de precio y se embolsaba el resto. Años después, en su lecho de muerte, la madre confesó al hijo, ya convertido en celebridad mundial, que desde el primer día se había dado cuenta de los manejos de Groucho en la panadería. Pero no dijo nada porque temía que una regañina podía inhibir la iniciativa del chico y perjudicar su capacidad para abrirse camino en la vida.
Esta anécdota ilustra de manera ejemplar el verdadero fondo de la cuestión cuando hablamos del papel de la mujer empresaria. Un hombre puede convertirse en emprendedor por circunstancias y motivaciones que, aunque tengan que ver con la necesidad, en la mayor parte de los casos son de índole personal. La mujer, por el contrario, llega al empresariado no porque haya decidido realizarse por medio de la competencia o la lucha en la arena económica, sino por un cúmulo de circunstancias bastante complejas en las cuales confluyen la situación familiar, el estado del mercado de trabajo, las costumbres sociales y las leyes.
Todo esto, unido a la necesidad de compaginar la vida familiar y profesional, convierte al emprendizaje femenino en el fenómeno socioeconómico clave de nuestro tiempo. Tener un padre empresario es una experiencia a menudo desincentivadora. Si te pilla sisando dinero en la panadería, el resultado será una filípica ciceroniana y, posiblemente, la ruina de una futura vocación. No es de extrañar que tantas empresas dirigidas por magnates de la vieja sociedad patriarcal hayan terminado cerrando antes de la tercera generación. Sin embargo, cuando la empresaria es la madre, las probabilidades de continuidad son mayores. Al ser la mujer el centro de la vida familiar, y como consecuencia de ello también social, el ejemplo se abre camino por la vía de una experiencia vital mucho más consecuente y sólida. Resulta más fácil valorar el sacrificio y entender la necesidad de las cosas cuando hay una mujer al frente del negocio.
En el pasado siglo XX, el acceso de la mujer al mundo laboral fue un acontecimiento decisivo, motivado sobre todo por la guerra. En el siglo XXI, con un mundo convulsionado por cambios estructurales y la batalla contra formas primitivas de organizar la sociedad que aun persisten en amplias zonas del mundo, la mujer empresaria es el fenómeno crucial de nuestra época. Y no exagero. Hoy día las agencias de emprendimiento, a través de sus programas de formación y ayudas económicas, movilizan innumerables batallones de jóvenes recién salidos de la universidad, con la esperanza de que algunos de ellos se conviertan en el próximo Steve Jobs o en el próximo Amancio Ortega. Noventa de cada cien fracasan, terminando en la cola del paro o regresando al hogar. Una contabilidad cínica y darwinista prefiere justificar esta política alegando que en el fondo no importa, porque los diez restantes cambiarán el mundo, y de ese cambio nos beneficiaremos todos.
Estos planteamientos no difieren en mucho de lo que se pensaba en la vieja sociedad patriarcal. Si de verdad quisiéramos una sociedad de emprendedores, lo que habría que hacer es fomentar, no solo económica e institucionalmente, sino también a través de un apoyo masivo por parte de la sociedad, el fenómeno de la mujer empresaria, permitiéndole desarrollarse hasta sus últimas consecuencias. Como prueba de ello vuelvo a la historia del comienzo: Miene Schoenberg no dirigía ninguna empresa, pero hallándose dispuesta a comer pan del día anterior durante años, demostró que veía claramente la relación entre el sacrificio, el ejemplo, su responsabilidad como madre y educadora y la formación de personalidades emprendedoras. De aquella cocina salió una de las fábricas de entretenimiento más lucrativas de todos los tiempos.